jueves, 17 de diciembre de 2015

2015

El fin de año o el año nuevo según la perspectiva del observador, siempre te presenta y habitualmente muy a fuerza la opción de sentarte a revisar lo vivido. Una costumbre común pero poco trivial que como toda actividad de introspección inevitablemente requiere de mucho dolor y sobretodo de valor al todo el año evadir el ejercicio con artefactos, relaciones, sexo, trabajo o todo junto, y sí, para mi este momento de vida es el inevitable. Cliché posiblemente.

Si tuviera que definir el 2015 lo definiría como un año de aprendizaje, un año que me dio risas, muchas experiencias e historias para mejorar como persona; hoy me considero mejor que ayer, mejor amiga, mejor pareja, mejor ex, mejor profesionista, y aunque aún estoy muy lejos de ser perfecta, cosa que sin lugar a duda no busco, ni buscaré ¿perfecta para qué y para quién? Creo cual religión que no importa lo que suceda mientras se aprenda la lección, y yo para este 2016  traigo varias lecciones bajo el brazo que me acercan a ser mejor con los demás y para mí eso ya es suficiente.

Uno tiende a conceptualizarse en blanco y negro, a preguntarse absurdamente si alguien es feliz en su vida como si existiera una respuesta posible, como si a ciertas cosas se les pudiese atribuir un sí o un no. Sin embargo, al ingresar en el terreno de la vida y las ganas de aprender de lo vivido, se accede de inmediato a una conciencia del contraste, del gris como base de la observación, de lo agridulce como continuidad. Entonces se percibe que hay una extraña belleza en el dolor, que hay algo misteriosamente cómico en la tragedia y, por supuesto, algo aterrador en todo bienestar.

Hay tristezas que no son tristezas. Hay verdades a medias. Hay lecciones que duelen  y momentos inesperados que dan una felicidad que nunca pensaste pudiera existir. Amores de dos pláticas largas al año o 3 cogidas en una vida. Amores que se alimentan de un “te extraño” aislado, amores que viajan, amores que no terminan por más que terminen, amores que se abandonan, amores de vida que se ignoraron y amores que se alimentan de recuerdos modificados. Es así, eso es la vida para mí, pequeños micromomentos que quisiera no terminarán nunca.

Este año hubo de todo, y sobretodo existió alguien que me hizo el camino hacia la transición de una mejor yo mucho más simple, una historia con un inicio inesperado, que fue mucho mucho mucho más de lo que soñé, que obviamente hoy sigo llevando conmigo y que en mis momentos más intensos de soledad convive con el silencio. Silencio que tengo que aprender a vivir y nutrirlo de momentos pequeñitos llenos de sonrisas, una que otra lágrima, una copa de vino, música y mucho amor propio.

La lección es que no hay momentos malos. No hay vidas perfectas. No todo siempre es felicidad y no hay ni un sólo amor que pierdas. Porque me gusta pensar,  como alguna vez leí, que todos los buenos recuerdos conviven en una mesa enorme, tomando el vino cálido del tiempo, sonriendo entre cucharadas y guardando silencio mientras esperan se sumen historias a esta gran fiesta.

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