Vivo en el espacio indispensable, que alberga el mínimo de materialismo y máximo de velas y música. Me levanto antes de las siete de la mañana -lo nunca imaginado- con una sonrisa en la cara. Baño el cuerpo, perfumo la ropa, acomodo el fleco, las ideas y transito esa avenida que conduce al trabajo a la par que surrealmente divide a México y Estados Unidos. En fin. Tomo café, leo las noticias: sección internacional, América Latina, cultura y opinión. Antes del medio día, según lo que dicte la agenda, asisto a eventos de funcionarios públicos y escribo al respecto. Poco antes de las seis de la tarde vuelvo a donde te recibe el mar con las nubes abiertas, si eso.
Los días de lluvia y frío –lo más común las últimas semanas- prefiero no salir para hundirme con expresión de aquí no pertenezco pero que a gusto, en los bracitos de mi cama 100 por ciento compatible con mi computadora, el nuevo libro de Murakami e historias de 24 cuadros por segundo.
Si hace unos meses asistía a la universidad, hoy las tardes frías se las dedico a mi persona -dígase de paso- a veces compartida. Al anochecer “ceno” lo poco que he comprado en el súper, si es que compro. Y es que a decir verdad, estos últimos meses mi cotidianidad no es digna de reconocimientos o alabanzas, pero me ha llevado con la dosis necesaria de labores, tranquilidad y ternura a disfrutar de las situaciones “inútiles” de la vida, que son, en su debido tiempo, necesarias y potencialmente gestoras de las etapas más radicales.
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