De París nos cuentan
cientos de historias, lo leemos en libros, lo vemos en películas, en posters y
lo escuchamos de las bocas más enamoradas de la ciudad para terminar con un
esbozo dibujado de lo que es y será cuando estemos ahí. Ese es nuestro primer París,
el dibujado en el imaginario, el otro, el que se vive estando ahí, el París de
la temperatura inesperada, las largas distancias, el metro descuidado, el miedo
latente a una posible bomba, los diminutos cuartos, altos costos y el de el
contraste entre la ciudad hispter y la romántica de ensueño.
Estas dos ciudades en
nuestra cabeza no pueden convivir, por lo que mientras caminamos por sus calles
olvidamos lo que creíamos era para adentrarnos en la experiencia presente,
sustituida a cada paso por una torre Eiffel que no sabes como sacarle más
provecho, por los callejones más reales que nos llevan a Montmartre, los cafés
y sus sillas y la repetición de la arquitectura de sus edificios.
Y, cuando volvemos a
casa, París vuelve a ser la idea que tuvimos de ella, a lo mejor ligeramente
modificada, porque después de recorrerla nos permitió conocer y visitar todo lo
que siempre soñamos y platicar con quien admiramos y ahí yace para agradecerle
por sus letras; y así París vuelve a convertirse en el concepto de la ciudad
del amor, en aquella frase de Casablanca, para en sueños confundirnos entre lo
es y lo que pasó.
Eso sí comí un montón de crepes
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